(
Nota a forma de pequeño prólogo - Dada la inmensa sensación de
aislamiento que supone callejear en un entorno del que no tienes posibilidad de
comprender nada sin mirar el diccionario, la música adquiere un sentido vital:
se crea cierta complicidad al imbuirte en un estado de ánimo que los que te
rodean no comprenden -con lo que se produce un empate, pues hay una
incomprensión mutua de uno hacia los demás y de los demás hacia uno- pero que
no por ello implica menos felicidad. Quiero decir con esto que durante los
fines de semana, que es cuando me dedico a turistear, el ipod se convierte en
mi segundo corazón. Esa es la razón por la que en el blog de hoy voy a citar la
música que me movió, me removió y me conmovió durante mi excursión de ayer
sábado a Kyoto.)
El pasado fin de semana Kyoto se me hizo corto porque tardé en llegar como
una hora y cuarto desde la estación central de Kobe (Sannomiya, ya sabéis, que
queda a media hora de la residencia en la que vivo, en la estación de
Gakuentoshi), con lo que decidí levantarme pronto para disfrutar mejor del día.
Ni corto ni perezoso me desperté a las 6.00 de la mañana, hora a la que las
calles de Kobe ya están suficientemente puestas, pues aqui los encargados de
las tramoyas son muy madrugadores.
Tras el desayuno y ordenar un poquito el cuarto tomé el metro hasta Sannomiya y
me acerqué a la estación de tren para canjear unos bonos transporte especiales
(el JR Rail Pass, supongo que volveré a hablar de él más adelante, así que
quedaos con el nombre) que compré en España, pues en Japón no se puede comprar.
Por un error de la chica (es alucinante que aquí no habla nadie ingles, por más
que te digan que sí que lo hablan) me dio unos billetes que no me correspondían
pero que eran infinitamente mejores, pues me pude montar en tren-bala, el
llamado Shinkansen. No sé cuánta distancia hay, pero ya os digo que no tardé
nada. Para decirlo con más exactitud, desde Osaka a Kyoto (Osaka esta en la
mitad del camino, y la semana pasada ese trayecto duró como 50 minutos) tardé 3
canciones de Abba:
Chiquitita,
Dancing Queen y
Mamma Mia.
(Que queréis que os diga, a cada uno le sale el lado gay por donde menos se lo
espera.) El tren llegó cuando iba a comenzar
Thank you for the music,
que duró lo que tardé en encontrar la salida hasta la calle, con lo que pude
disfrutar de
Waterloo dando saltitos de felicidad por las aceras
Kyotenses.
A veces creo que el swing es el motor que mueve el mundo.
Movido por esta verdad irrefutable monto en el autobús dispuesto a zamparme
Kyoto y me enchufo las swinging sessions de Sinatra. De repente, casi a
traición, suena una de las letras más maravillosas que recuerdo:
Someday when I'm awfully low,
When the world is cold,
I will feel a glow just thinking of you
And the way you look tonight.
(Algun dia, cuando este
terriblemente decaído,
cuando el mundo sea frío,
sentiré un brillo sólo con pensar
en ti
y en cómo vas esta noche.)
Yo no estaba demasiado awfully low que
digamos, pero sí sentí ese glow al recordar the way she looked all
those nights y las infinitas noches que la rondaré, morena. Ahí mismo,
pues, apretujado hasta el epigastrio entre cientos de japoneses (porque hay que
sumar que, aparte de la pasión de estos tipos por apelotonarse en el transporte
publico, los japoneses que iban conmigo en el autobús eran turistas, con lo que
la presión era indecible) una lágrima tierna resbaló por mi mejilla y me la
tuve que limpiar con la lengua, pues mi mano izquierda estaba atrapada entre un
maletín y la pierna de un señor con cara de rey godo, mientras que la mano
derecha intentaba escapar de la opresión que una vieja (con perdón, quería
decir anciana) inmisericorde se empeñaba en inflingirle. Alguna ventaja tendría
que tener el que aquí nadie se mire a la cara, porque ver a un escorzo (en el
sentido literal de la palabra) de metro noventa y pico con auriculares chuparse
la cara tiene que ser un show para un japonés cualquiera de los cinco mil
doscientos que me rodeaban en ese momento.
Hubo
suerte y la parada que me interesaba se encontraba cerca. Más de lo que yo
pensaba. Se trataba del templo budista (bueno, exactamente una doctrina
derivada del budismo) Higashi-Honganji, que es inmenso inmenso inmenso. Hecho
en madera como todas las construcciones de por aquí, sólo pude apreciar la
puerta de entrada al recinto (en la que me podéis ver con cara de pato) y el
pequeño de los templos, del que no hice fotos por dentro porque estaba un
sacerdote (o como se llame) en mitad de una misa (ídem) de la que entendí
algunas palabras sueltas como "almohada" y "cuidarse". No
diréis que mi japonés no avanza a pasos vista.
El templo "grande" estaba cubierto por completo con una nave de
construcción, ya que está en reforma. En la parte derecha de la foto se aprecia
la altura de la nave de obra que tapa dicho templo. Si os digo que, a su lado,
el templo que aparece en la foto es casi diminuto, os imaginaréis mejor de lo
que hablo. De fondo, primer acto de Turandot, para ambientarme un poco. Es una
opera que transcurre en China, sí, en la Pekín Imperial, pero no podemos
olvidar que la Kyoto (o Heian Kyo, como se llamaba en esa época) se construyó a
imagen y semejanza de la corte china, pues era el modelo a seguir del que los
japoneses bebían sin decir
este té verde es mío. Cómo ha cambiado el
mundo en diez siglos: ahora los japos controlan la tecnología universal y los
chinos venden rosas en los bares.
Vuelvo a tomar un autobús para amortizar el bonobús de un día que me compré
en la estación al llegar, y para evitar cometer un niponicidio colectivo
escucho a Gomaespuma, que provocan tal estado de hilaridad en mí que noto que
el conductor del bus me observa a través del retrovisor mientras conduce. No
puedo evitarlo: la historia del calcetín y la señora de la limpieza me pirra.
Pasa como media hora hasta que llego al templo de Rokuon-ji, donde se
encuentra el célebre Kinkakuji, también llamado
Pabellon de Oro por
motivos mas que obvios. Tamara me advirtió de que muy probablemente llegaría un
momento en el que todos los templos me parecerían iguales, y la guía National
Geographic me indica que ése es un pensamiento muy común pero que no hay que
hacerle caso ya que los templos están llenos de detalles sutiles que los
diferencian.
Sin embargo, tengo la mala suerte de que no tengo a nadie que me
acompañe para que me indique dichos detalles (me encantaría hacer una visita
guiada a cualquiera de estos templos, pero no me atrevo a pagar para que me
hablen en un inglés japonesizado que probablemente me dejaría igual que estoy),
con lo que, haciendo caso a
mi
querida residente de La Paz, me dejo llevar sobre todo por la naturaleza pura
que se encuentra en torno a los monumentos.
El budismo y el sintoísmo, por lo
que parece ser, están muy integrados con todo aquello que tiene que ver con
mater
natura, y a mí me da tiempo a detenerme escuchando en un primer momento a
Corelli y luego a Gesualdo para decidir que lo mas bello en ese momento es
escuchar la brisa que suspira sobre las hojas, sobre el agua y las aves y las
cascadas. Me acerco al pabellón dorado, evito como puedo a los cienes y cienes
de personas ávidas de conseguir una foto clonada a la de los demás, y busco
enfoques que me aporten otras sensaciones. Hago, pues, innumerables fotos, y
una vez que la cámara ha hecho su trabajo, la dejo descansar para
ser yo el que descanse intentando en la medida de lo posible la unión con todo
lo que me rodea (o casi todo, que no tengo intención de unirme a los
domingueros que no tienen pudor en dilapidar el remanso de paz que este jardín
promete), y comienzo a vislumbrar qué es eso que dicen de sentirse uno con el
cosmos. Los que me conocéis creeréis que estoy de guasa, o que cuando llegue a
España iré todo fumado apestando a varitas de incienso y sándalo. Pero no tiene
nada que ver con eso. No se trata de un hippismo trasnochado setentero de Ibiza
y alrededores, sino de comprender de una vez por todas que lo que ha
caracterizado al Ser Humano a lo largo de la Historia (y hablo de Seres Humanos
con mayúsculas y no de hotentotes militarizados que sólo respiran al ritmo de
las guerras, que de todo ha habido en este cielo no siempre azul) ha sido la
búsqueda permanente de la Belleza,
sea
aquí, en Roma, en Écija, en Boston o en Port Moresby.
El concepto
Belleza
ha ido cambiando a lo largo de los siglos y los lugares, pero que Rubens se
hubiera espantado ante las obras de Modigliani o Tomás Luis de Victoria ante
las sinfonías de Mahler no cambia nada. Ni siquiera se trata de religiones,
culturas, nacionalidades, vivencias esotéricas u otras zarandajas. Quiero decir
que la Belleza con mayúsculas ha sido, es y seguirá siendo una búsqueda innata
del Ser Humano. O al menos eso quiero creer. A fin de cuentas, ¿qué es el amor
sino el deseo de ser uno con aquello que consideramos bello?
Las mismas reflexiones y los mismos placeres (no solo estéticos sino incluso
emocionales) me asaltan en mi visita al templo de
Ninnaji,
del que lamento no poder enseñaros fotos por causas que no vienen a cuento. No
sé dónde escuché que para algunas culturas el metal era otro elemento más, como
el agua, el aire, la tierra y el fuego. Desconozco si eso sucede aquí, pero
noto que el hierro está integrado en la naturaleza llegando a ser casi parte de
él, pero sin que se advierta una discontinuidad que suponga una agresión para
la vista. Estos tipos sabían lo que se traían entre manos, y no se puede negar
que hicieron una labor inadjetivable.
Pero ni quiero ni puedo aquí hacerme eco de las miles de reflexiones que me
trasconquineaban mientras deambulaba por estos templos. Baste decir que
considero que cada uno ha de hacer este viaje (no me refiero a Japón sino a
algo mas íntimo) en su mismo yo, y conseguir hallar un tiempo para sí que le
evada de aquello que no le deje evadirse de nada. Sé que ahora mismo soy un
afortunado, que cuando llegue a casa volveré a ser engullido de modo inexorable
por la vorágine stressil que nos consume impertérrita, pero no por ello
quisiera dejar de reivindicar para cada uno esa parcela de paz profunda e
intransferible que nos merecemos. Es difícil, lo sé, pero... Ay amigos, qué
distinto sería todo si fuera más fácil.
En esto me hallaba cuando llegue al último edificio que me había propuesto
visitar hoy: el templo de Ryoanji, que según mis noticias era distinto de todo
lo que había visto hasta entonces (y aquí tampoco me refiero solo a Japón),
pues el jardín interior es un recinto de grava rastrillada sobre el que se
levantan 15 rocas de distinto tamaño y forma. Construido a finales del siglo
XV, se habla de este templo como inicio de todas las tendencias minimalistas
occidentales desde que gente como Gropius o Brook se entusiasmaran hasta los
tuétanos con algo tan simple y profundo a la vez. Algo escéptico por lo que voy
a ver, me sitúo en la puerta del templo, me descalzo, me muero de frío porque
hoy hace una rasca espantosa y el templo no tiene puerta alguna.
Como imaginaba, el jardín esta lleno de gente hablando y cuchicheando y
hablando por el móvil en ese sonsonete
wakarimasen que me vuelve loco
desde hace ya la friolera de dos semanas, pero para no perderme la sensación
primera decido mirar al suelo (un simple tatami de madera) mientras espero a
que se abra un hueco entre la gente que admira las delicias de la grava. Cuando
noto que alguien se ha marchado me coloco, me siento cómodamente, y una vez
instalado busco el
Miserere de Allegri, que es tan bello que hace llorar
a los vientos del sureste.
De tal modo que levanto la vista según suena el primer acorde, y lo que se
presenta ante mí es tan sólo lo que me imaginaba: un conjunto de piedras mal
puestas y aburridas como no veía desde aquella exposición de Tapies en el Reina
Sofía. Pero algo me dice que me quede los más de diez minutos que dura el
Miserere.
Subo un poco el volumen para aislarme de las voces a mi alrededor, pensando que
la meditación que sin duda buscaba Soami (el pintor y jardinero que lo diseñó)
no puede llegar en diez segundos.
Y sucedió que, en una curiosa mezcla de polifonía renacentista y jardines
Zen, al cabo de un pequeño rato me empiezan a sacudir algunos pensamientos, no
todos definibles, pero que producen una emoción real, casi tangible. Pienso en
don Rodrigo rechazado por doña Inés, en que yo soy una simple pieza de grava,
en las hojas que mueren en otoño sin que nadie lo sepa, en que el mar no
siempre tiene la culpa, en mi madre cabizbaja y en un presente en el que todo
vale. Y por un segundo, y por diez segundos, e incluso por algo más, quiero
romper a llorar. A llorar de la emoción, a llorar de simpleza, a llorar
compungido por no saber recordar siempre que la pena dura tanto como uno le
permita. Quiero abrazarme al señor que tengo al lado, enroscarme a él como una
salamandra y llorarle a gritos aunque no me entienda o no quiera
entenderme.
De repente, mientras todo esto me acomete, un rayo de sol me ciega por un
instante, y cuando consigo abrir los ojos noto que algo esta cayendo. Me froto
los ojos para comprobar que no es un efecto del deslumbramiento, y me basta
estirar la mano para notar que no se trata de eso, sino que comienza a llover,
a chispear, a
orvallar. Pero el sol no se esconde, sino que hace brillar
las poquitas gotas que se atreven a deslizarse hasta mi rostro, y, de nuevo,
tan fugaz como vinieron, se marchan.
El Miserere de Allegri ha terminado. Han sido los mejores once minutos
dieciocho segundos desde que llegué a este archipiélago tan loco como
paradisíaco.
Me giré, disfruté del resto del jardín, volví a calzarme, salí del recinto,
y, con las mismas, apagué la música que sonaba en ese momento (Bach, Grieg, qué
mas da...) para dirigirme hacia la estación, silbando la grandeza que tenemos
los seres anónimos.